Caía
la lluvia estrepitosamente mientras pasaba las casi mil trescientas hojas de
aquel volumen y recordaba lo que nos llevó a conocernos...
Mis
padres habían decidido ceder un hueco de nuestra pequeña biblioteca a una edición
de tapa dura publicada por la Real Academia Española que conmemoraba el IV
centenario de la obra. Siempre que entraba a aquel acogedor lugar a envolverme con
el aroma a libro para terminar decantándome por uno de ellos, miraba de soslayo
aquel ejemplar en cuyo lomo negro destacaban unas letras mayúsculas y blancas con
el título de la novela, “Don Quijote de la Mancha”.
Estaba
en mi lista de lecturas pendientes pero no ocupaba los primeros puestos;
esperaba el momento adecuado, ese en el que el libro te elige a ti. Pero éste
no llegó como yo lo había previsto, ni el libro me eligió a mí, ni yo elegí al
libro. La profesora de literatura nos concertó una cita para la que yo no tenía
atuendo que vestir ni palabras que decir.
Respiré
hondo antes de atravesar la puerta que me conducía hasta aquel rincón en el que
había sido cientos de personas distintas, el único lugar en el que podía viajar
sin moverme del diván... Sabía dónde estaba, le había evitado durante mucho
tiempo mientras salía de la biblioteca con Woolf, Baudelaire, Saramago, Ruíz
Zafón o Valle-Inclán entre las manos.
No tendría que buscarlo.
Lo
cogí delicadamente, como hago siempre, evitando que se produjese un efecto
dominó con los que reposaban en ese mismo estante. Me senté, lo dejé sobre mis
piernas, clavé la mirada en aquel título que todo el mundo conocía y me pregunté
cómo sonaría en coreano o en cualquiera de las más de ciento cuarentas lenguas
a las que se había traducido.
La
cuestión se esfumó en cuanto abrí el ejemplar y descubrí que de aquellas casi
mil trescientas páginas tan sólo doscientas eran de presentación y
aclaraciones, me invadió un sentimiento que jamás había explorado al iniciar
una lectura y es que me vi incapaz de terminar un libro por primera vez en mi
vida, además, pesaba demasiado.
Creía
que sería misión imposible acabarlo si tenía que analizar cada uno de los casi
ciento treinta capítulos mientras me esforzaba en sacar el curso. Pero no quise
buscarle más desventajas, consideraba inadecuado comenzar una de las
consideradas grandes obras de la literatura de todos los tiempos con poco cariño.
Intenté
empatizar con el protagonista pero Alonso Quijano y yo nunca fuimos compatibles.
No hablábamos el mismo idioma, literalmente; el castellano antiguo requería
tanta concentración por mi parte que minutos después de leer, mantener una
conversación conmigo resultaba muy complicado pues la conjugación verbal que
realizaba era propia de vivir en un lugar de la Mancha que hoy en día sigo sin
conocer.
Me
emocionaba la idea de
llegar al capítulo de los gigantes, ese que había escuchado desde que era una
niña e incluso había visto en dibujos animados pero fue una gran desilusión que
se tratase de unos de los más breves. Sinceramente, se convirtió en una
pesadilla sentarse cada tarde a intentar descifrar aquel argumento disparatado
con cientos de personajes y decenas de historias paralelas.
Meses
después conseguí acabarlo y la verdad es que no sé cómo. Podría decir que fue
por la presión de aprobar los exámenes (que también), pero fue sobre todo por
orgullo y por ser fiel a mi principio de: “libro empezado, libro terminado”
Hoy,
después de un año, con el libro de nuevo entre las manos puedo hablar de lo que
Alonso y yo vivimos y lo más importante, qué he aprendido...
Con
Alonso he aprendido que mi vida sería monótona sin locura, que tengo que
atreverme y lanzarme a la piscina aunque no sepa si está llena, que no importa
si nadie me apoya y cree en mis convicciones porque el mundo lo cambiaron
aquellos a los que al principio llamaban locos, que es mejor morir habiéndolo
intentado que frustrada pensando en si lo habría conseguido, que la vida no
está hecha para que pasee por ella sino para luchar contra gigantes... Con
Alonso he aprendido que quizá
los locos son aquellos que no conocen la locura, porque si supiesen lo que es
no lo llamarían locura, lo llamarían vivir.