martes, 14 de junio de 2016

Lo que Alonso y yo vivimos

Caía la lluvia estrepitosamente mientras pasaba las casi mil trescientas hojas de aquel volumen y recordaba lo que nos llevó a conocernos...

Mis padres habían decidido ceder un hueco de nuestra pequeña biblioteca a una edición de tapa dura publicada por la Real Academia Española que conmemoraba el IV centenario de la obra. Siempre que entraba a aquel acogedor lugar a envolverme con el aroma a libro para terminar decantándome por uno de ellos, miraba de soslayo aquel ejemplar en cuyo lomo negro destacaban unas letras mayúsculas y blancas con el título de la novela, “Don Quijote de la Mancha”.

Estaba en mi lista de lecturas pendientes pero no ocupaba los primeros puestos; esperaba el momento adecuado, ese en el que el libro te elige a ti. Pero éste no llegó como yo lo había previsto, ni el libro me eligió a mí, ni yo elegí al libro. La profesora de literatura nos concertó una cita para la que yo no tenía atuendo que vestir ni palabras que decir.

Respiré hondo antes de atravesar la puerta que me conducía hasta aquel rincón en el que había sido cientos de personas distintas, el único lugar en el que podía viajar sin moverme del diván... Sabía dónde estaba, le había evitado durante mucho tiempo mientras salía de la biblioteca con Woolf, Baudelaire, Saramago, Ruíz Zafón o Valle-Inclán entre las manos.

No tendría que buscarlo.

Lo cogí delicadamente, como hago siempre, evitando que se produjese un efecto dominó con los que reposaban en ese mismo estante. Me senté, lo dejé sobre mis piernas, clavé la mirada en aquel título que todo el mundo conocía y me pregunté cómo sonaría en coreano o en cualquiera de las más de ciento cuarentas lenguas a las que se había traducido.

La cuestión se esfumó en cuanto abrí el ejemplar y descubrí que de aquellas casi mil trescientas páginas tan sólo doscientas eran de presentación y aclaraciones, me invadió un sentimiento que jamás había explorado al iniciar una lectura y es que me vi incapaz de terminar un libro por primera vez en mi vida, además, pesaba demasiado.

Creía que sería misión imposible acabarlo si tenía que analizar cada uno de los casi ciento treinta capítulos mientras me esforzaba en sacar el curso. Pero no quise buscarle más desventajas, consideraba inadecuado comenzar una de las consideradas grandes obras de la literatura de todos los tiempos  con poco cariño.

Intenté empatizar con el protagonista pero Alonso Quijano y yo nunca fuimos compatibles. No hablábamos el mismo idioma, literalmente; el castellano antiguo requería tanta concentración por mi parte que minutos después de leer, mantener una conversación conmigo resultaba muy complicado pues la conjugación verbal que realizaba era propia de vivir en un lugar de la Mancha que hoy en día sigo sin conocer.

Me emocionaba la idea de llegar al capítulo de los gigantes, ese que había escuchado desde que era una niña e incluso había visto en dibujos animados pero fue una gran desilusión que se tratase de unos de los más breves. Sinceramente, se convirtió en una pesadilla sentarse cada tarde a intentar descifrar aquel argumento disparatado con cientos de personajes y decenas de historias paralelas.

Meses después conseguí acabarlo y la verdad es que no sé cómo. Podría decir que fue por la presión de aprobar los exámenes (que también), pero fue sobre todo por orgullo y por ser fiel a mi principio de: “libro empezado, libro terminado”

Hoy, después de un año, con el libro de nuevo entre las manos puedo hablar de lo que Alonso y yo vivimos y lo más importante, qué he aprendido...

Con Alonso he aprendido que mi vida sería monótona sin locura, que tengo que atreverme y lanzarme a la piscina aunque no sepa si está llena, que no importa si nadie me apoya y cree en mis convicciones porque el mundo lo cambiaron aquellos a los que al principio llamaban locos, que es mejor morir habiéndolo intentado que frustrada pensando en si lo habría conseguido, que la vida no está hecha para que pasee por ella sino para luchar contra gigantes... Con Alonso he aprendido que quizá los locos son aquellos que no conocen la locura, porque si supiesen lo que es no lo llamarían locura, lo llamarían vivir.


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